Hay
días en que resulta bastante difícil poner buena cara y no pensar en lo
estúpido que puede ser uno por confiar en y dar mucha importancia a la gente equivocada.
Cuando
cursaba el primer año de primaria tuve mi primera depre ocasionada por ese
sentimiento de no pertenecer al lugar en el que me encontraba. Recuerdo haber
llorado durante días porque no me agradaba la escuela ni la gente que me
rodeaba en ella. Mamá decía que sólo era
cuestión de acostumbrarme a un nuevo ritmo (con más tareas, una maestra gritona
y en un edificio diferente al del kínder en el que pasé 4 de los 6 años que
tenía en ese entonces), y que con el tiempo volvería a estrechar lazos con mis
amigas, quienes seguramente se distanciaban por el mismo sentimiento de
extrañeza que me rondaba a mí… pero eso no sucedió. Sin embargo, con el tiempo
y pese a las vueltas que me llevaron y trajeron a esa escuela, pude acoplarme e
integrarme a medias, aunque nunca llegué a sentirme realmente parte de ese
entorno.
El
punto, y tal vez mi problema, es que hasta este martes seguía intentando
encajar en algo a lo que no pertenezco y entonces de pronto me llegó una “señal”
–quizá de muchas que pasé inadvertidas- indicándome que ese no es el camino y
que realmente no vale la pena seguir tratando de ser o tener algo que no es
para mí. Pero en esta ocasión había una
gran diferencia: tuve a mi lado a alguien que realmente escuchara lo que tenía que
decir, alguien con quien pude expresar ese nudo de sentimientos que se fueron
acumulando con los años, aun cuando ni yo misma me había dado cuenta de
ello. Y entonces ese alguien cambió sus
planes para acompañarme y apagar la amargura de mi martes con un miércoles
verdaderamente delicioso… (y escribo miércoles porque así lo marcó el
calendario, refiriéndome en realidad al resto de mi vida).
Mentiría
si digo o escribo que todo es miel sobre hojuelas y que este es el final feliz
con el que termina esta historia (como quien se topa por casualidad con un príncipe
azul que llega y de deshace de la bruja mala del cuento) por dos sencillas
razones: la primera es que en realidad todo comenzó hace ya algún tiempo, mucho
antes de este martes fatídico; y la segunda es que ha estado plagada de
altibajos, como es natural. Llevamos
algún tiempo trabajando sobre aspectos que no terminan de ajustarse, tratando
de incrementar los buenos momentos y de solucionar y aprender de los no tan
buenos y justo en este punto todo se mezcló.
Como
todo buen héroe, ese alguien llegó con la intención era hacerme pasar una tarde
de miércoles linda para olvidar el mal martes, con una invitación a toparnos
con una de nuestras consentidas: Meryl Streep en Hope Springs. Aun cuando la crítica no la ha ayudado mucho, no se
trata de una película mala y tampoco tan aburrida como se ha dicho. No es una
historia de amor ni desamor, es una historia de un matrimonio como cualquier
otro, enfocándose en uno de los muchos aspectos que le han dado forma durante los
31 años que Arnold (Tomy Lee Jones) y a Kay (Meryl Streep) han estado juntos y que
los han llevado a un punto en el que no están seguros de si vale la pena
continuar, lo que los lleva a una terapia de pareja con el Dr. Feld (Steve
Carell). Supongo que, como siempre, todo
dependerá del cristal con que se mire, y fuera de las críticas técnicas (he de
reconocer que tanto el tema como las actuaciones de los protagonistas daba para
mucho más), las opiniones tendrán más relación con la forma en que vivimos
nuestras relaciones… o lo que es lo mismo: cada quien hablará dependiendo de
cómo le ha ido en la feria.
Al
salir de la sala hice una escala obligatoria después de beber tanto refresco y,
mientras me lavaba las manos perdida en el reflejo del espejo, me topé con un
grupo de mujeres de unos 60 años de edad que platicaban con mucho sentimiento
sobre sus impresiones de la película, una de ellas se sentía identificada al
grado de casi llorar y las otras en general opinaban que sin importar lo que
uno se atreva a reconocer, en todos los matrimonios hay al menos ‘algo’ de lo
que Arnold y Kay tenían, refiriéndose tanto a los aspectos positivos como
negativos.
Me
generó cierta curiosidad la dinámica del grupo, por un momento pensé en “las
winners” (nombre con el que resumo la razón de mi mal martes) y traté de
imaginar sus opiniones… definitivamente hubieran odiado la película y
satanizado el matrimonio, sobre todo a aquellos que de una u otra forma han (o
hemos) tratado se sacar adelante una relación (o mejor dicho, a los que han (o
hemos) tenido alguna relación que valga la pena sacar adelante). Luego pensé en las parejas de recién casados que
conozco (o aquellas, incluyendo la mía, cuya relación es lo suficientemente
seria o formal para ser consideradas en esa categoría) y en ese
comentario/consejo/sentencia, tan sonado en las bodas, que en términos
generales hace referencia a lo complejo que es acoplarse a una vida nueva junto
a alguien que, aun con todo el amor del mundo, puede resultar ser en algunos
aspectos un completo e irritante desconocido a la luz de la cotidianidad… y por
supuesto, la esperanza de que con el tiempo, la voluntad y el buen tino para
“amaestrar” al otro, todo termine en: “y vivieron felices por siempre”… cosa
que en el mundo real dista mucho de lo que significa en un cuento de hadas.
Salí
al pasillo al mismo tiempo que el grupo de señoras para, todas al mismo tiempo,
reunirnos con nuestras respectivas parejas mientras me retumbaba en el cerebro
una escena en la que el Dr. Feld se encuentra en una sesión de terapia con
Arnold:
Arnold: "You come up here for one week and you're
supposed to have a new marriage?"
Dr. Feld: "Arnold, your wife is very unhappy and
you have to ask yourself, 'have I done all I could?'"
Y
(como diría el adulto Kevin Arnold al narrar alguna de las aventuras de sus
años maravillosos) entonces sucedió: ahí estaba yo, sintiéndome completamente
aludida, recordando mi sesión de terapia del lunes anterior –como si todo lo
relevante se hubiera agendado para la misma semana- siguiendo las instrucciones
del Dr. Feld, cuestionándome si de verdad he puesto todo de mi parte para
inyectar energía no sólo a mi relación de pareja sino a otros aspectos
importantes de mi vida, porque, ¡vaya coincidencias!, justo el mismo día había
yo decidido explorar cierto ejercicio introspectivo llamado “la rueda de la
vida” de mi agenda 2013.
Después
de dar varias vueltas al asunto llegué a la conclusión de que no, no he hecho
todo lo posible, aún queda mucho por trabajar, por enmendar, por construir;
quedan muchas experiencias por compartir y es en ellas en las que tengo la
oportunidad de hacer florecer un poco más de mí y con ello un poco más de mis
relaciones.
A
final de cuentas, la invitación que pretendía ser un apapacho contra el mal
sabor de boca del martes, terminó siendo bastante instructiva y alentadora para
prestar la atención debida y equilibrar dos de los muchos aspectos de mi vida
que piden a gritos los ajustes necesarios para funcionar correctamente; terminó
siendo una dulce y tranquila tarde de miércoles, muestra de los pequeños
detalles con los que mi héroe/príncipe y yo escribimos nuestra historia... incluyendo
en ella a la gente que de verdad vale la pena, aunque claro, por más que se
trate de ser selectivo siempre existe el riesgo de volverse a equivocar.
Por
cierto, gracias al mal servicio de Telmex, los boletos para el cine fueron
gratuitos...