En
la primaria aprendí que los seres humanos nacemos, crecemos, nos reproducimos y
morimos. Me parecía natural e iba muy tranquila por la vida, esperando el
momento de crecer, imaginando mi futuro como uno parecido al de Susanita (la de
Mafalda) y sin mayores preocupaciones hasta que me enfrenté de forma cercana –a
muy corta edad– al final de ese ciclo natural. Entonces empecé a hacerme muchas
preguntas sobre lo que implicaba morir. Por una parte mi educación en una
escuela y hogar católicos, muy conservadores, me hacían imaginar a mis
muertos como entes que pasaban sus días al acecho de mis acciones
registrándolas y evaluándolas de acuerdo a lo que esperaban (o lo que yo creía
que esperaban) de mi comportamiento; así que pasé el resto de mi infancia y la
pubertad entera siendo controlada por recuerdos, por miedo a decepcionar a
alguien que ya ni siquiera estaba en este mundo. Por otra parte, como si se
tratara de otra cara de la misma moneda, vivía cuestionando la razón de vivir
si a final de cuentas todos vamos a terminar en el mismo lugar: un hoyo en un
cementerio.
La
vida es difícil para todos, de distintos modos y por diversas razones. Es
normal que en algún momento nos preguntemos por qué y hagamos drama
pensando en lo injusto que resulta atravesar por lo que sea que nos toque enfrentar. Si esto
no fuera normal, la adolescencia no existiría y no sería de tanta utilidad. Fue
justo durante esa etapa de rebeldía cuando, al igual que la mayoría de la
gente, empecé a conectar con mis propios gustos e intereses, muchos de los
cuales aún me acompañan, como es el caso de Pink Floyd.
Los
“descubrí” durante la primera década de mi vida, aunque mi contacto se limitaba
a ver o escuchar de vez en cuando “The Wall”. Nunca entenderé por qué no había
más música de ellos en casa, sobre todo si tomamos en cuenta que las
curiosidades que en ella se encontraban parecían indicar que el género no le
desagradaba en absoluto a mi entrenador musical de cabecera, léase, mi padre. Con
el correr de los años y casi siempre por casualidad, me fui topando con cada
uno de sus discos. El orden y las circunstancias en que ello sucedió carecen de
relevancia, pero lo importante es que sin falla llegaban a insertarse de forma
permanente en mi cabeza y se convirtieron en parte fundamental del soundtrack de mi vida.
En
realidad pocas veces se llega a escuchar alguno de sus discos fuera de mi
mente, es un gusto que generalmente guardo para mí. Quizá por eso cuando por
alguna razón me vuelvo a topar con ellos mis prioridades musicales cambian.
Hace poco sucedió de nuevo, cuando cargaba en la computadora algo de música
para escuchar en la oficina. Junto con mi adorada lista de reproducción
titulada “Enero 2015”, quedó disponible en mi iTunes la discografía completa de
la banda que me ha acompañado en algunos de los momentos más importantes de mi
existencia. Así que mientras escribo mi articulito sobre las barreras al
turismo, mi corazón late a su propio ritmo y mi alma se siente reconfortada;
entonces hago una pausa y escribo esto para dejar constancia del
re-descubrimiento de un disco que vio la luz hace más de 20 años y a pesar de
ello parece que fue apenas ayer cuando me emocionó por primera vez.
Cuando
The Division Bell salió a la venta lo
hizo sin causar impresión en mí, tal vez porque mi interés en el metal y mis 15
años de edad me mantenían concentrada en la voz y la actitud de Phil Anselmo,
la guitarra de John Petrucci y el trasero de Axl Rose. Aun así encontró un
espacio para estar presente en los momentos en los que se empezó a formar mi
idea sobre por qué y cómo debía vivir mientras se acabara mi tiempo en este
mundo, para darme un poco de calma en medio de la revolución interna y del
sentimiento de no pertenecer a ningún lugar.
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